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Con las manos del artesano y el alma del niño, Pep Aymerich modela la materia y dialoga con los elementos para re-encontrarse con lo esencial del ser y la naturaleza. En todas sus creaciones se vislumbra una profunda necesidad de trascendencia, un cuestionamiento constante sobre el conflicto del hombre frente a la fragilidad de su existencia.

Son múltiples los materiales y los lenguajes por él empleados y en cada uno encuentra un medio con el que plasmar su sentido de la pureza y la evidencia de lo sencillo. El trabajo de Pep es el reflejo íntimo de un cuerpo en acción generando formas y espacios. Lo que varía son las dimensiones, los tiempos narrativos: esculturas, instalaciones, performances, vídeo creaciones...

Así, de la madera extrae formas pulidas, circulares, cóncavas, que albergan cálidamente el espíritu; o bien cónicas, ascendentes, que tratan de alcanzarlo. Juega a reflejarse con las piedras, su mirada poliédrica se multiplica, es caricia y en ellas es acariciada.

Luz y agua disuelven la quietud de las formas para recrear estados atemporales y más etéreos; también en la imagen filmada encuentra nuevos espacios y posibilidades para sus viajes interiores. El espejo, por su parte, le devuelve siempre a su yo más presente, a una realidad de aislamiento de la que busca despertar.

Sus primeros objetos escultóricos buscan la armonía en lo formal y una deslumbrante luminosidad próxima a lo sagrado. Más adelante, se adentra en su casi obsesiva indagación en torno al yo auto-referencial, encerrado en sí mismo, a la vez que cuestiona su relación con el entorno. Así, sus obras exteriores hablan al propio espacio e integran la idea en el paisaje mientras que las instalaciones en espacios cerrados recrean parajes y elementos de la naturaleza que sirven al público de metáforas para reflexionar, a través de la experiencia, sobre su interacción con lo que le rodea.

En ocasiones más lúdico, también en sus acciones y vídeo creaciones da cuenta de su infatigable búsqueda hacia la lucidez; siempre a través de su discreta presencia y de la delicadeza de un gesto que acaricia con gratitud, con reverencia, lo sublime de la existencia.    


Elena Oña
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